miércoles, 25 de marzo de 2020

Crónicas de Nibel #1


Magnes enfilaba la empinada ladera de rocas, con la mirada fija en la cumbre. A su alrededor, todo se iba tiñendo de un color anaranjado, a medida que los rayos del sol se volvían débiles y el día llegaba a su fin. Su armadura, gastada y rota después de la batalla le pesaba y le dificultaba la ascensión, pero Magnes persistía. Se había permitido la concesión de retirarse el casco para respirar más libremente, el cual llevaba ahora bajo el brazo, y su pelo se mantenía aplastado en su cabeza debido al sudor. Este le empapaba la frente, le entraba en los ojos y le picaba, pero Magnes no apartó la vista de su destino. A cada paso que daba, sus grebas levantaban una pequeña nube de polvo que desaparecía rápidamente con el viento mientras que su espada, colgada del cinto, arrastraba e iba dejando una marca sinuosa en la tierra a medida que ascendía. Una vez superado un tramo especialmente abrupto, se detuvo con un jadeo y se concedió unos instantes para recuperar el aliento. Hacía ya tiempo que el vigor de la juventud lo había abandonado, como evidenciaba el leve tono plateado que comenzaba a apreciarse en el nacimiento de su cabello y barba. Sus músculos tampoco reaccionaban de la misma forma que hacía años. Se sentía mucho más lento y pesado, y se cansaba mucho más rápidamente. La juventud era algo que cualquier hombre o mujer daba por sentado y no valoraba, hasta el día en que te dabas cuenta que la habías perdido. 

Tras realizar un esfuerzo para escalar las últimas rocas y una vez arriba, Magnes se irguió y miro el entorno que le rodeaba. Se encontraba en lo alto de una gran meseta de piedra desde la que se podía ver a varios kilómetros a la redonda, motivo que lo había impulsado a subir en un primer momento. Alrededor de esta y a la espalda de Magnes, había gran número de cuerpos resultado de la batalla acontecida hacía unas horas. Las trazas de luz que todavía no habían desaparecido hacían brillar con un destello las armas y armaduras de los cadáveres, la mayoría de los cuales presentaban una sobrevesta de color verde oscuro por encima de la cota de malla. También se encontraban en menor número de color azul, como el que lucía el propio Magnes. La lucha había sido lo suficientemente cruenta y larga como para que ambos bandos sufrieran bajas considerables, y a pesar de la victoria, Magnes encontraba difícil encontrar motivos para estar alegre. Ese día habían muerto amigos, nombres que ya comenzaban a borrarse de su mente como barridos por el ligero viento que soplaba en la meseta. Tras dos años de guerra ya se había rendido en intentar recordar la cara y el nombre de cada hombre que perecía.
-Cuanta muerte innecesaria- se lamentó Magnes para sus adentros. Había perdido la cuenta de cuantas víctimas se había cobrado hasta el momento esa guerra resultado de las ansias de conquista por parte de la emperatriz Jerezien, pero ya hacía tiempo que a Magnes se le antojaban demasiadas. A pesar de ello, Magnes era soldado, y no solo eso, sino que ostentaba un importante cargo en el ejército de la emperatriz. No se podía permitir dudar ante el enemigo, debía mantener su determinación intacta para que la moral de sus tropas rasas no se viniera abajo. Ambos bandos acusaban ya el cansancio y desgaste de la larga guerra, pero al final todo se reducía a matar o ser matado. Así que Magnes mataba.

Más allá de la alfombra de cadáveres, los Yermos de Daiel se extendían hasta donde alcanzaba la vista, un páramo desierto desprovisto de vida más allá de los ocasionales arbustos leñosos que crecían a ras de suelo. En el horizonte se distinguía una polvareda acercándose desde el sur hacia donde Magnes se encontraba. El sur era donde estaba situada la ciudad de Nibel. -Parece que ya llegan- pensó Magnes- el destacamento real de Jerezien.

Hacía tan solo tres años que Jerezien Salamander, señora de Nibel había ascendido al trono, y desde entonces el reino no había conocido la paz. Las ansias imperialistas de la emperatriz habían provocado que Nibel, hasta entonces una nación pacífica más de todas las que se encontraban en el continente, se alzara en armas contra sus vecinos. Se decía que la emperatriz había justificado la invasión alegando que esas tierras les habían pertenecido en un pasado lejano, por lo que era justificable el querer recuperar-las. Eso había sucedido antes de la caída del gran reino de Randor cuya capital había sido la misma Nibel, y antes de la fragmentación de este en diversos principados autónomos. Habían sido otros tiempos, tiempos de unión y solidaridad entre todos los habitaban el territorio, pero aquellos días se habían perdido. Incluso antes del inicio de la guerra, las relaciones entre los principados habían sido tensas, limitándose a ciertos acuerdos de paso o comerciales, pero Jerezien había hecho explotar por los aires aquella relación. 

Gracias a la potente fuerza militar de Nibel comparada con las de las demás potencias lo que le permitía mantener abiertos distintos frentes a la vez, esta había ido ganando terreno a los demás principados hasta que ahora, dos años después se erigía como dominante en la práctica totalidad del continente. Ante la amenaza, los distintos principados se habían unido para luchar contra Nibel en una sola coalición, pero no había sido suficiente. A día de hoy, tan solo unos pocos reductos se mantenían firmes ante la emperatriz, el más importante de ellos la ciudad libre de Shanshalla. A pesar de los esfuerzos de Jerezien y sus ejércitos, Shanshalla había conseguido resistir su avance, incluso forzar la retirada de las huestes en alguna ocasión. Se había convertido, de esta forma, en un icono de libertad, un estandarte para los disidentes de la emperatriz, que representaba la fuerza y la determinación contra el tirano invasor. Y por supuesto, suponía una piedra en el zapato de Jerezien, piedra que debía ser eliminada a toda costa. Allí era a donde Magnes dirigía sus huestes, era ante las murallas de la Ciudad de Plata donde esperaba que esta guerra llegase de una vez a su final, para bien o para mal. Se preveía que el enfrentamiento que allí aguardaba fuera colosal, nada que ver con la lucha fronteriza que se acababa de llevar a cabo. Toda la furia de un imperio chocando contra las murallas que suponían una última defensa para la libertad. –Una derrota tan importante- razonó Magnes- terminaría de destruir la moral de cualquiera de los dos ejércitos. Llevamos demasiado tiempo luchando, los hombres han olvidado la emoción y el ansia que los impulsó en primer momento, y estos han sido sustituidos por pesar y cansancio. Jerezien ha querido llegar demasiado lejos y ha perdido el control de su propio imperio.
El propio Magnes había sentido esa ansia y fervor en un principio. Había liderado a los ejércitos de Nibel con todo su arrojo, cosechando victoria tras victoria. Cualquier precio a pagar le había parecido aceptable para con su cometido. Pero, de nuevo, esos días habían quedado atrás, y Magnes solo quería que aquello terminara.

Eran pensamientos peligrosos, Magnes lo sabía.

La polvareda proveniente del sur cada vez estaba más cerca, y ya se podían distinguir las figuras de los caballos con sus jinetes que cabalgaban con presteza hacia los restos del victorioso ejército. Formaban una comitiva de unos 30 hombres, todos vestidos con los colores azules de Nibel. Todos excepto uno. Incluso a esa distancia, Magnes pudo apreciar que uno de ellos, el que cabalgaba en el centro iba vestido con una túnica dorada, tan larga que tapaba los flancos del caballo. A pesar de ello, el jinete no parecía encontrarlo inconveniente ni molesto para cabalgar. Además, Magnes percibió asombrado, que no era un hombre, sinó una mujer la que cabalgaba con porte feroz.

Magnes inspiró bruscamente y maldijo entre dientes. -Mierda- dijo para sus adentros mientras se precipitaba meseta abajo en dirección al campamento. Parecía que la emperatriz Jerezien en persona había decidido realizar-les una visita.


No hay comentarios:

Publicar un comentario